martes, 12 de abril de 2022

Rara vez lo limpia el que lo pinta

"Barriada: Barrio, especialmente en la periferia de una ciudad y formado por construcciones de baja calidad."

Estoy asomado a mi ventana. Ante mí, unos cuantos pisos sin ascensor, con finas ventanas, mucha silicona y muchos, muchos ladrillos. También, aparcados en batería, un Toyota, un Nissan, un Kia, un Suzuki, dos Renaults y un Peugeot, el mío. Además, alguna tímida matrícula de Oviedo sin distintivo europeo se deja ver, algo que indica que ese coche en cuestión tiene más de 22 años. El asfalto tira ya más a gris clarito que al puro negro al que se acerca cuando está recién echado. Está muy carcomido y la pintura que lo decora, levantada con él.

Desde el pasado martes 5 de abril, Erika ya no puede hacer eso, ya no puede asomarse a la ventana, y todo porque un loco, enfermo, la asesinó a sangre fría cuando venía del instituto, apenas unas calles más abajo de esta que os estoy describiendo, la mía. Erika y yo vivíamos en el mismo barrio, pero a mí nunca me hicieron nada cuando volvía del instituto, no soy mujer.

Dejando momentáneamente la tragedia a un lado, se preguntarán que qué tienen que ver esas finas ventanas, esos rojos ladrillos y esos viejos coches con el atroz asesinato. Mejor dicho, con los atroces asesinatos ocurridos en Vallobín en los últimos 13 años. Y será una pregunta estupenda, precisamente porque nada tienen que ver. Excepto para La Nueva España.

Porque no, por increíble que parezca, a un barrio no lo definen sus edificaciones. A un barrio no lo definen sus coches, ni su maltrecha brea. A un barrio lo definen sus gentes. Y cuando hablo de sus gentes, hablo de sus casi 12.000 habitantes, no de cuatro. Y tómense este último número al pie de la letra, porque han sido literalmente cuatro los enfermos. Y no, no tienen otro nombre.

No vengo a contar aquí lo que hicieron esos cuatro asesinos, en primer lugar, porque todo el barrio lo sabe y en segundo, porque ya se ha encargado La Nueva España de volver a rememorarlos, y a pesar de que los tres anteriores ocurrieron en 2009, 2014 y 2020, ahí estaban, copando una página entera del diario. El objetivo, que ningún rincón del Principado olvide lo insegura que es “la barriada de la página negra”: Vallobín.

A modo de rectificación, he de decir, y no es que quiera hablar en su defensa, sino más bien lo contrario, que el titular del artículo, que es lo que en el párrafo anterior entrecomillo, fue corregido en la versión digital del diario. Veo que, al menos, hay alguien al volante. Además, unos días después se hicieron eco de los peligrosos cortocircuitos que el asesino tuvo años atrás. Pero da igual, el daño ya está hecho y la imagen, propagada por todos los rincones regionales e incluso, nacionales. Nunca tuvo que haber ningún titular que así rezase, por la connotación despectiva de la palabra “barriada” y por haberla utilizado como adjetivo calificativo y no como sustantivo, a pesar de ser esto último. A continuación, expongo los motivos que creo convenientes, como supongo lo haría mi barrio por mí si yo no tuviera la capacidad o la oportunidad.

Es un error remontarse a los tres asesinatos anteriores en lugar de acceder y no publicar el historial –largo, por otra parte- que tiene este asesino en las calles de Oviedo y no haberlo hecho lo más rápido posible. A pesar de que ese historial fue expuesto a toda Asturias la friolera de tres días después (09/04/2022), llegó más tarde que la recopilación de asesinatos que tuvieron lugar en el barrio años atrás. No se debe investigar al barrio antes que al asesino por el básico motivo de que, como unas líneas más arriba adelanté, nada tienen que ver los asesinatos anteriores con este, ni entre sí, ni por supuesto con Vallobín, aspecto que, por otra parte, ni siquiera se mencionó en el artículo del día 6 de abril de 2022. En el primero en quien hay que indagar es en el asesino. Es más, no solo debe ser el primero. Debe ser el único. –Segundo error-. En otras palabras, no solo mal por haberlo publicado primero, sino mal por publicarlo, a secas.

Además, lejos de condenar, o de intentar separar del barrio lo acontecido en esos cuatro trágicos sucesos, se relaciona a unos y a otro en un artículo en el que no se lee ni una sola condena, lamento o ambos, ni por parte de la redacción, ni como alusión al pensamiento de los habitantes de Vallobín. Más bien, lo único que se puede observar es una apología del sadismo y del morbo en un intento de buscar la venta fácil con un titular incierto. A costa del relleno fácil y sencillo del diario, se está criminalizando a un barrio humilde, trabajador y, sobre todo, alejado de este tipo de actitudes.

De todos los manchones del historial del asesino, que no fueron pocos, solo han salpicado a la zona en la que se han cometido en este último caso y simplemente por lo que años atrás ocurrió. No se criminalizó a la Calle Uría, ni se le tildó de barriada, a pesar de estar a las afueras hasta hace apenas cincuenta años. Tampoco al portal donde atacó a una joven –¡vaya!-, ni a Ciudad Naranco, barrio que hace frontera con Vallobín, con idénticas edificaciones y poco más cerca que este del centro de la ciudad, y en el que también sembró el miedo el moldavo. No, del entorno de la Facultad de Psicología ni de lo malvados que son sus estudiantes, tampoco han oído hablar, a pesar de que se sabe que actuó. Solo se ha hablado de Vallobín.

No se puede permitir, y no lo pienso hacer, que se manche el nombre y la imagen que este barrio tiene delante de toda la región, por culpa de cuatro personas, si es que así se les puede considerar. No. No solo son los asesinatos los que indignan al barrio, este artículo también me indigna, también nos indigna, y mucho. Desde su titular, pasando por su ecuador, hasta el que solo se habla de un asesinato hace trece años acontecido, hasta su ocaso, con el que solo se busca el cotilleo fácil.

El símil es sencillo. La redacción y publicación de este artículo se asemeja a un graffiti: rara vez lo tiene que limpiar el que lo pinta. El 'grafo' lo hizo Elena G. Díez, la periodista que lo redactó, aunque no la culpo, o no del todo, vamos, ya que solo fue un brazo ejecutor y orquestado desde arriba, que es lo más grave.


Los limpiadores, somos nosotros, los ‘lobos’ de este hermoso valle: mi madre y su academia, la que comenzó a levantar desde los 16 años, María José, la peluquera y su pequeño local de Padre Aller, del que su sucesora, Andrea, se mudó en la actualidad a apenas cincuenta metros más abajo. Lo limpiarán Marisol, la kiosquera de enfrente de esa peluquería y el estrecho pasillo de su pequeño negocio o el carnicero que tiene al lado, tirándome caramelos por la ranura que separa las dos vitrinas en las que tiene expuesta la carne, a modo de tobogán. Lo limpiará Benjamín, el hijo de Alfredo, dueño de la pescadería homónima, como lleva haciendo con el pescado que le vende al barrio cada día. Lo limpió la panadería La Escanda, hasta que cerró, hace apenas un mes, como lo hizo, literalmente, el conserje del polideportivo de Vallobín tras cada entrenamiento y partido o como lo siguen haciendo Paulino y Encarna, sirviendo el mejor pulpo de la ciudad, ciudad que recorre día tras día la Autoescuela Robles o las vías de la FEVE, en cuyos talleres de Vallobín tantísima gente trabajó.

Hay graffitis, aunque sé que me estoy contradiciendo, como el de Fustas de la parte de abajo del parque del ambulatorio, que tampoco ensucian el barrio, lo limpian con trabajo, como limpian encías y dientes desde la Clínica Odontológica Isidro o como limpia de enfermedades el gimnasio JSM, también en Padre Aller. De poner en alta estima al barrio se encarga el equipo de balonmano, que representa a la ciudad entera, aunque juegue en un fortín llamado Vallobín y famoso más allá del Pajares, o el de fútbol, de cuyos entrenadores y compañeros aprendí los valores que aquí intento trasmitir y de los que carece un artículo que no solo critico, sino que condeno. Y creo que hablo en nombre de todo el barrio si pido, exijo, su eliminación inmediata de la plataforma digital. En la edición en papel nunca debería haberse publicado, pero lo hecho, hecho está. Nos tocará cargar con ese San Benito, aunque ni por asomo tenga comparación, por desgracia, con lo que está viviendo, con lo que le queda por vivir y, sobre todo, con lo que no podrá vivir ya la familia afectada.

Sé que ellos no limpiarán nada, y deberían. Nosotros lo haremos, como siempre.

El barrio no se toca.

Descansa en Paz, Erika.

 

domingo, 28 de marzo de 2021

El cambio de hora, ¿hora del cambio?

Mi infancia y el cambio horario

    Este año no hay fútbol base. Y el año pasado, para por estas fechas, tampoco lo había ya. No vengo aquí a contar que estamos en mitad de una pandemia, pero sí que podría aprovechar para recordar que siempre está bien ser responsable. Y a lo que voy, que me desvío. No es hasta la edad de cadetes cuando en el fútbol base se empieza a jugar algún que otro partido de domingo. Entre nosotros: jugar de domingo era una mierda. No podías ir al Cubik, ni a Tribeca Tardes y disfrutar de que estabas ‘en lista’ para pagar la mitad y tener ropero gratis. O sí, pero el míster lo sabría. Que tus padres te viesen la lengua negra cuando llegabas a casa era secundario comparado con que tu entrenador te olisquease al día siguiente. Lo primero era lo primero.

    Recuerdo que cuando nos tocaba jugar de domingo, el míster nos mandaba enviarle fotos del reloj de nuestra cocina por Whatsapp, para comprobar que estábamos frente a él y no por ahí, periqueando, en el mejor de los casos. Esa era su mayor preocupación, excepto cuando llegaba el último domingo de marzo y teníamos que jugar. En esa fecha en concreto, lo importante ya era llegar al partido, y no tanto las condiciones en que lo hiciésemos. Y es que a las dos serían las tres.

    No le preocupaba tanto que nos equivocásemos el último domingo de octubre, porque esa noche dormíamos una hora más, o teníamos una hora más de fiesta, como diría mi amiga María, que cumple años por esas fechas. Escoger lo que hacer en el único día del año con 25 horas va en función de tu personalidad. Equivocarte con la hora en octubre solo podía provocar que llegases al campo una hora antes. No había problema si lo hacías. Aprenderías para la próxima.

    Esa variación que provoca el cambio horario que delimita 'las provincias' de verano e invierno es solo un pequeño ejemplo del trastorno que supone seguir dándole caña a la cuerda de nuestros relojes dos veces al año. Pero, ¿es peor el remedio o la enfermedad? ¡Veámoslo!

Imagen: okdiario.com

El cambio horario

    Siempre que llegan estas fechas, se abre el debate entre mantener el cambio horario o eliminarlo de una vez y adquirir uno de los dos horarios –verano o invierno- para siempre. Llevamos unos cuantos años escuchando que este cambio horario es el último y que en cuanto toque volver a cambiar el horario y no lo hagamos, nos quedaremos con uno de esos dos. Pero, entonces, ¿cómo sabremos cuál es mejor?

    Podríamos equiparar esto a la llegada del VAR al fútbol. Puede que lo haga más justo, pero no va a quitarle la polémica al asunto. Veamos los beneficios y los inconvenientes de las tres opciones que tenemos sobre la mesa: mantener el cambio horario, eliminarlo y quedarnos con el horario de invierno o eliminarlo y quedarnos con el de verano.

    El cambio horario se instauró en España en el año 1973 y aunque ya había habido atisbos antes de la Guerra Civil, no fue hasta la denominada crisis del petróleo cuando decidió introducirse definitivamente en nuestro país con la idea de ahorrar energía y aprovechar, en mayor medida, la luz solar. Es precisamente ese ahorro energético el que hoy más se cuestiona. Se dice que es mínimo y más si lo comparamos con los trastornos que sufren, por el cambio de hora, las franjas de edad más vulnerables, como niños o ancianos u otros grupos, como enfermos neurológicos.

    El ahorro es, según el Instituto para la Diversificación y el Ahorro de la Energía, de 300 millones de euros, repartidos de forma desigual entre las empresas -210 millones-, principalmente las del sector secundario y terciario, y las familias -90 millones-, en lo que supondría un ahorro de 6 € por hogar.

    Sin embargo, a pesar de estos datos, tampoco es que existan informes muy concluyentes sobre el ahorro de luz y de energía en nuestro país y lo peor es que apenas están actualizados. Puede parecer que no, pero una puesta al día de los datos de ahorro energético tendría mucho que decir en un debate de este calibre, puesto que en los años en que se elaboraban este tipo de informes, a finales de los noventa, no había tantos automatismos en las empresas, como la introducción de bombillas de bajo consumo, de los sistemas de iluminación automáticos o la implantación del teletrabajo.

    Aun así, podríamos decir que el dinero que nos ahorramos cambiando la hora dos veces al año, si es que nos lo ahorramos, lo estamos pagando en trastornos parecidos a los del famoso ‘jet lag’, la descompensación horaria sufrida tras un largo viaje. Es decir, lo que para unos es una bendición –dormir una hora más-, a otros les provoca trastornos del sueño, trastornos alimenticios o de conducta durante los días sucesivos, teniendo que adaptar una serie de comportamientos que, aunque a mí, personalmente, solo me trastoquen un poco los planes del último domingo de octubre y de marzo, a otras personas les obligan a modificarlos toda esa semana contra su voluntad.

    A pesar de ello, podemos apoyarnos en las nuevas tecnologías y evitar llegar tarde –o con una hora de antelación- a nuestros planes de esos domingos. Por suerte, los móviles ya llevan interiorizado eso de que “a las dos, serán las tres” en marzo y aquello de que “a las tres, serán las dos” en octubre.

    En definitiva, parece que el Parlamento Europeo va a optar por eliminar el cambio horario. Al menos el 84% está a favor de hacerlo. O eso decía en 2019, fecha en la que dio un plazo de seis meses para que los Estados miembros se decantasen por uno de los dos horarios, el de verano o el de invierno y que, finalmente, terminó posponiéndose hasta este mismo año, 2021. España, en su línea, aún no lo ha decidido, ya que el Comité de Expertos no sacó en claro conclusiones sobre los beneficios de un horario y de otro.


Si eliminan el cambio horario, ¿con qué horario nos quedamos ahora?

    Desde 1940, España se encuentra en el mismo huso horario que el resto de países de Europa continental, a pesar de que geográficamente, le correspondería estarlo en el mismo que Reino Unido, Portugal o Marruecos.

    Como se puede apreciar en esta imagen, países como España, Francia, Bélgica u Holanda, se encuentran en el huso horario GMT+1, cuando, en realidad, lo más lógico sería que perteneciesen a la franja horaria GMT+0, y tuviesen –tuviésemos- la misma hora que nuestros vecinos portugueses o que los canarios. Es decir, geográficamente, en Madrid, París, Bruselas, Ámsterdam o Argel deberían ver la misma hora que en otras capitales como Londres, Lisboa, Dublín, Belfast o Rabat al mirar el reloj.

    Partiendo de esa premisa, deberíamos quedarnos con el horario de invierno, o lo que es lo mismo: no haber adelantado la hora ayer.

Sin embargo, La Tierra no es plana, sino esférica, y su eje de rotación tiene una inclinación de 23º, luego la forma de la línea entre el amanecer y el anochecer es oblicua. Eso quiere decir que la hora en que se haga de día o de noche no solo dependerá de si se está más al este o más al oeste, sino también de la latitud. Ejemplo:

Imagen: J. M. Martín Olalla en ResearchGate.

Si Madrid estuviese en el mismo huso horario que Londres, seguiría habiendo diferencias en las horas de salida y puesta de sol.

¿Cómo funcionaría el horario de invierno en verano?

    ¿Cómo no vamos a saber lo que es el horario de invierno? Pues no. Lo cierto es que solo lo conocemos a medias, de octubre a marzo. No lo conocemos de marzo a octubre.

    Vivir con el horario de invierno durante todo el año sería algo así como haber pasado todos nuestros inviernos en Oviedo, pero todos nuestros veranos en el Algarve portugués. Lo novedoso de tener la misma hora que Portugal durante todo el año estaría, evidentemente, en la época estival. Bueno, y en que la ya mítica frase de “una hora menos en Canarias”, dejaría de tener sentido. Pero hablemos de datos. ¿A mí, en qué me afecta este horario? Os preguntaréis.

    Tomemos, para analizar esos datos, cuatro ciudades situadas en diversas latitudes y longitudes de la geografía española: La Coruña, Sevilla, Barcelona y Oviedo. Esta última no la he puesto por trascendencia geográfica, evidentemente, sino más bien aclamación popular. Dudo que a mis lectores, ovetenses en su mayoría, les preocupe la hora en que amanecerá en Barcelona. Pero bien, ¡vamos allá!

   Al contrario de lo que tradicionalmente se piensa, la noche más corta del año no es la noche de San Juan. De hecho, no es ninguna noche en particular, y aunque las diferencias de luz entre unos días y otros sean de segundos, existen. En Oviedo, al igual que en Barcelona, el 23 de junio de 2021 será el día más largo del año, pero en La Coruña, por su parte, será el 22. Sin embargo, en Sevilla, esa señalada fecha será un día después de la hoguera. El 24 de junio será el día con más minutos de luz solar de 2021 para los hispalenses.

     Lo que esta tabla nos quiere decir es que en caso de no haber adelantado la hora anoche, todo lo que está por venir ocurriría una hora antes. Esto, que parece una obviedad, puede traer consecuencias fatales para el turismo, sector básico en la economía de nuestro país, y más en una estación como es el verano, puesto que es mucho más sencillo adaptar la hora que marque el reloj a las costumbres de todo un país, que a la inversa.

    Estaríamos hablando de que el Sol iluminaría España entre las cinco y las seis de la mañana, horas en las que la mayoría de la población NO está despierta. O, dicho con otras palabras, estaríamos derrochando una hora de Sol, ya que perderíamos una luz que sí que aprovechamos en verano, de forma generalizada, entre las nueve y las diez de la noche.


¿Cómo funcionaría el horario de verano en invierno?

    A pesar de que conocemos el horario de verano de marzo a octubre, seguimos sin conocer cómo se desenvolvería el horario de verano entre octubre y marzo, si lo tomásemos como definitivo. Y eso es preocupante ya que, de los cerca de 200 usuarios que participaron en la encuesta elaborada en mis perfiles de Twitter e Instagram, 127 (63,5%) están a favor de quedarse en el horario de verano tras eliminar el cambio de hora.

    Y digo que es preocupante por lo siguiente. Hagamos el camino inverso. Expliquemos cómo sería nuestro día a día en invierno con el horario de verano. Volvamos a tomar las mismas cuatro ciudades como referencia, pero, en esta ocasión, en el día del año que más tarde amanece. Que por cierto, tampoco es el 21 de diciembre.



Conclusiones

    Como se puede observar en la parte sombreada en amarillo, el horario de verano en invierno sería un auténtico caos. Y muy probablemente, podría asegurar con total certeza, que no más del 10% de los 127 participantes que se mostraron a favor de él en mi encuesta pensó en el horario de verano donde quizás no se desenvuelve tan bien: en invierno y al amanecer.

    Con este horario, en ciudades como La Coruña o Vigo no amanecería hasta pasadas LAS DIEZ DE LA MAÑANA. A Oviedo poco le falta para dar las diez sin luz solar. Y eso es un auténtico problema. Es un problema para los trabajadores, para los estudiantes y para la población en general.

    ¿La razón? Una hormona que segrega nuestro organismo para optimizar nuestro reloj biológico y favorecer el sueño: la melatonina.

    ¿La consecuencia? Una falta total de productividad en las horas en las que hay que rendir.

    ¿El motivo? Muy probablemente la hora de ocio que ganaríamos entre las 18:00 y las 19:00 y que, bajo mi punto de vista, en invierno no nos lleva a ningún lado.

    El problema de que con este horario exista falta de luz en horas tan tardías es que seríamos mucho menos productivos. Ejemplo: un empleado de oficina que se presente en su puesto a las ocho de la mañana en Madrid, entre noviembre y febrero, trabajará dos horas sin luz natural y con unos niveles de sueño mucho mayores que con el horario de invierno y que con el cambio horario. Para estudiantes y docentes, que también entran a sus puestos entre las 8 y las 9 de la mañana, más de lo mismo.

    Es por ello que podemos deducir que quedarse solo con el horario de verano es LA OPCIÓN MÁS DESFAVORABLE de las tres. Miren más allá de la cañita de después.

 

Horario de verano no, pero, ¿cambio horario u horario de invierno?

    Ahora bien, una vez descartada la opción de que en mi ciudad amanezca a las 10 de la mañana, dejemos que las pérdidas económicas del turismo veraniego y el 'jet lag' se peguen. Confrontemos el horario de invierno y el cambio horario. ¿Quién ganará?

    Por lo que apunta el Parlamento Europeo y el Gobierno de España, y como ya hemos comentado anteriormente, el favorito es el horario de invierno, pero:

¿Tanto altera el cambio horario?

¿Realmente supone una molestia que en verano amanezca a las 7 y no a las 6?

En verano, ¿es mejor tener una hora de luz a las 6:00 que a las 21:00?

¿Será la eliminación del cambio horario capaz de cambiar las costumbres de todo un país?

Mi apuesta es rotunda: NO.

    Quedémonos con lo mejor de cada uno de ellos. Ya lo decía el anuncio: Si juntas algo que te gusta –que amanezca pronto en invierno-, con algo que también te gusta, -que anochezca tarde en verano- te gusta mucho más.

    Pienso que a todos nos gusta que anochezca tarde en verano para disfrutar de la famosa hora dorada, tan de moda en Instagram. Pienso, también, que a todos nos disgustaría que diesen las 10 de la mañana en diciembre y no hubiese sol –o al menos luz natural-, y creo que a todos nos deprimiría por igual que se hiciese de noche a las 18:30, que a las 17:30.

Lo mejor del invierno, en invierno. Lo mejor del verano, en verano.

Yo digo sí y siempre diré sí al cambio horario.




lunes, 27 de julio de 2020

¡Gracias, Pucela!

El 23 de septiembre llegué a la ciudad al ritmo de Fred de Palma y Ana Mena. Eso sí, en su versión italiana, soy un romántico. Los que me conocen bien saben que no soy muy de fijarme en las letras de las canciones, ni de buscar en ellas dobles sentidos de ningún tipo, pero ese día no fue así. Me tocaba irme de Oviedo ‘una volta ancora’. Una vez más. Y ya iban seis. Aunque, técnicamente, el viaje empezó cuando comencé a sentir en mi pecho la incertidumbre, metiéndome en la cama el día anterior. En mi cabeza, pretendía transformar esa cama en la cama de la siguiente noche, para saber cómo sería. Sin éxito, claro está.

El inconfundible sonido de la puerta de mi habitación abriéndose y mi padre entrando para despertarme se mezcló, ya a las seis y media de la madrugada de aquel fresco lunes de comienzos de otoño del 19, con el ruido que la madera de mi cama-nido hizo al girarme para evitar que la luz del pasillo me hiciese daño en los ojos que ese ensordecedor ruido recién acababa de abrir. Pocas horas de sueño tampoco facilitaban el hecho de poder ver, me seguían doliendo desde que fui al Toralín, a Ponferrada, el día anterior. Olía a derrota y a complicaciones ligueras. A mensajes de ánimo y a conjuras en las que apoyarse para salir del más absoluto fango. A casilleros sin estrenar. A dos puntos de veintiuno.

Salí de casa sudadera en mano, pensando en lo poco que duran los veranos y en lo largos que, al principio, pensamos que son. Yo estaba camino de la estación. Mi mente, sin embargo, estaba en el Cañón del Ebro, en la playa de Langre, en León, en La Coruña, en les Piragües, en el Carmín, en la academia de inglés o en la casa de Adri, en Navia.

En la ciudad, sin embargo, se respiraba ya rutina. El amanecer, cada vez más tardío, nos decía a gritos que lo bueno se acababa y el tráfico de la salida de Oviedo abarrotaba los seis carriles como un reloj biológico que nos hacía ver que era hora de volver al tajo. Llegar con diez minutos de retraso a la estación de Mieres, por contra, es atemporal. Y el resto del viaje también: los treinta minutos exactos entre el peaje de La Magdalena y la estación de autobuses de León y la inconfundible curva de la desviación hacia la ciudad Cuna del parlamentarismo, hacia la ciudad donde más se corre del mundo, hacia la ciudad hogar. Por inercia, casi me bajo del autocar. Pero no. Esta vez tocaba seguir mi camino, y nunca mejor dicho, y ver, así, nuevos paisajes que a la vez eran iguales que otros que ya había visto alguna vez.

Eso sí, la llegada no iba a ser sencilla. Una llamada me comunicaba que no había firma que estampar, que no había contrato que firmar y que debía seguir imaginándome la cama en la que iba a dormir aquella misma noche, a escasas horas de tener que hacerlo. ¡Nos habíamos quedado sin piso! Me había plantado en Valladolid con una maleta y una mochila. Las dos estaban llenas, pero yo me sentí vacío. Tocó moverse y me moví hasta el punto de que hoy, meses después de haberme ido ya de Valladolid, puedo decir que en esa maleta y esa mochila llenas de cosas hubo hueco para muchas personas y momentos.

La mudanza de vuelta fue fría. No hubo el calor de un abrazo de despedida con sus gentes, más cercanas de lo que España entera suele decir. En fin, cosas que ocurren durante una pandemia mundial. Sin embargo, como ya dije, en mi maleta y en mi mochila sí que hubo hueco para meter más cosas de las que tenía en mi habitación de San Rafael, 1. Me llevé a Ali, entrando a casa mientras hablaba por teléfono y me sonreía. Me llevé a Ini, con la que estrené mi primera caña en la Plaza de la Universidad, lugar en el que, evidentemente, no conté cuántos leones que había. 




Me llevé la sonrisa y la amabilidad de Isma, el primer compañero de clase con el que hablé cuando llegué a la UEMC, precisamente con esa maleta y esa mochila de la que tanto os estoy hablando. Me cupo, también, el “Combi 2” de la cantina, el que la camarera me entendiese, simplemente, con decirle que quería “lo de siempre” y con el acento -aunque me duela- gallego, de Rodri Valdés. En mi celular también hubo hueco, por supuesto, para sus audios. Me quedo con Nacho Soto intuyendo que yo venía de fuera precisamente también por ese acento tan característico.

Me llevo a Diego, aunque tenga gracia, porque siempre fue él el que me llevó y me trajo a mí, y me llevo también nuestros dos viajes semanales de tres horas cada uno, que se hicieron cortos, muy cortos. Me quedo con Víctor, su Opel Astra, su manera de pisar el balón de fútbol sala y nuestras vueltas a casa. Me quedo con la elegancia de Luisan y su adaptador al teclado español para su ordenador portátil, con sus detalles y nuestras profundas charlas. También hubo sitio para las conversaciones de todo un poco con Jessica mientras bajábamos a casa, después de clase, en la ya mítica línea 6: Delicias-La Victoria. Inevitable quedarse también con Leo, su perro, porque este año lo hemos visto más que a muchos de nuestros familiares. Miri también entró, junto con su acento de “La Brivi”, sus ocurrencias y sus ‘discusiones’ con Marcos. Me quedo con este piragüista riosellano y su afán reivindicativo en todos los ámbitos de la vida.

Mi cabeza recordará siempre el embrague a fondo de Justo y su C3 granate llegando tarde a clase. Me quedo con Emi y el fondo de pantalla de su ordenador y los power points de Álvaro. Me quedo con Chatún y su Mojados y con el sutil tono de voz de David Acuña. Me llevo los vídeos de Youtube de gimnasia rítmica de Pilar y a Andrea, siempre a su lado, juntas como Mingo y Teresa. También a Raúl, su acento ‘andalú’, su mochila por debajo del trasero y sus rapadas de pelo, al César Chacón amante de la noche y a su Pokédex, a la bandolera de Luis y a la dupla de oro: Álex y Miguel. Fiti y Diego Serrano.

Haciendo la mudanza, me hubiera llevado también muchos lugares y momentos. Me gustaría que hubiese quedado sitio para la Plaza Mayor, para la Plaza Zorrilla y para Caballerías. Me hubiese encantado llevarme el trayecto matutino, nocturno al principio y diurno más tarde, en la línea 7, hasta el Colegio Agustinas. Me hubiese encantado llevarme el propio colegio conmigo, a sus profesores y a sus chicos, a los que he enseñado y de los que he aprendido también. Y mucho.

Me llevo la noche: Kuik-As, la Heineken y el Low. ¡Ah, y sus tarimas! Me llevo a Fisac, el hijo de Porfi, el ya mítico entrenador de la ACB y los cánticos al encenderse la luz e ir a por un trozo de pizza que sabía a gloria.

No me hubiese dejado tampoco el restaurante La Cacatúa, ni a mi equipo del ‘quiz’ de los martes en el Tío Molonio. Me llevo la experiencia, también, de haber perdido la virginidad futbolística, tras ver un partido de Primera División por primera vez en mi vida. Y por segunda. A mis 23. Es lo que tiene ser de Oviedo. Me llevo la ‘fan zone’ de Zorrilla, el grito tras un gol, la canción de ‘Kernkraft 400’ coreada por veinticincomil gargantas pucelanas, las bufandas blanquivioletas al viento y los improperios al árbitro de la señora de detrás. Me quedo con verle a él, a Prieto Iglesias, y a sus asistentes calentar a apenas diez metros de mí.




Siguiendo con el fútbol, me quedo con el Pisteros y sus gentes. Me llevo su pista, porque de pista, pisteros. Y me alegro de que todavía se siga jugando al fútbol en sitios sin porterías de 3x2, por mucho que abriese los ojos cuando llegué. Me reconforta que haya sido en esa cancha del barrio de La Rondilla el último lugar de Valladolid en el que he estado.

Me quedo con el atardecer de aquel viernes de marzo, con aquella vuelta a casa entre la oscuridad, y con lo mucho que tardaron en encenderse las farolas, propiciando una tenuidad que nos decía a gritos que lo peor aún estaba por llegar.

Me llevo el arco iris bajo el que pasé después de haberme despedido de verdad de la que fue mi casa durante seis cortos, pero intensos meses. Me decía que si no es bueno es que todavía no es el final.
Llegué a Valladolid vacío, sin casa y con una maleta y una mochila. Tanto mi mochila y mi maleta, como yo, nos volvimos a Oviedo llenos de personas, lugares y momentos que jamás olvidaré. Nos vinimos llenos de Valladolid. Nos vinimos llenos de Pucela.




¡Gracias eternas!

sábado, 8 de febrero de 2020

Oviedo: la cruz y la victoria.

El círculo significa perfección, trabajo bien hecho y tema cerrado. Pasar al siguiente. Protección. Bien, pues mi hogar tiene dos círculos. El nombre de mi ciudad empieza y acaba con uno de esos elementos que significan "máximo", que lo tienen todo. Oviedo.

Santa María del Naranco. | Fuente: Turismo Asturias.
Estar en casa era levantarse por las mañanas y desayunar un Colacao en mi taza blanca con puntitos negros. Estar en casa era ir al colegio -por raro que esto suene- y escuchar el "good morning, children", seguido de un "good morning, Teacher Amor" a coro y capela. Era elegir el primero de la clase a Fernando Alonso y que tus amigos se tuvieran que conformar con Schumacher, para bajar al patio echando una carrera. Casa era que te tocase cancha, ganar a los mayores con gol de Edu, correr para celebrarlo y no poder alcanzarlo. Día de cancha era Kinos, ensayando tiros a puerta sin balón, siempre en la misma esquina, convencido de que a la próxima iría la vencida.

Era intercambiar tazos de Pokémon y porqué no, ganarlos. Casa era salir del colegio corriendo y escuchando el ruido de las ruedas de la mochila rasgar el deteriorado asfalto del Colegio Parque Infantil y preguntarle a mi madre que qué había para comer. Casa también era mi padre esperándome en la parada del autobús de Mantova con un bocadillo de dulce que comía subiendo la interminable cuesta de Padre Aller.

Mi lugar estaba bajando las empinadísimas rampas de Pórticos I, para acabar sentado en una silla de la terraza del Raymond's, tomándome un mosto con mi madre y sus amigas, un domingo por la mañana. Mi lugar estaba viendo pasear con admiración a los jugadores del Real Oviedo con su chándal azul, antes de un partido de Primera División y acercándome a ellos para ver si estaba Dani Amieva y que me firmara un autógrafo, otro más.

Hogar era ver cómo la calle Concinos se abría en un parque grande y cuesto con el sabor del zumo de naranja natural aún en la boca. Era su tobogán amarillo y electrificante y su ambulatorio gris. El sonido de las ruedas del monopatín, cambiante cuando circulaba por la acera a cuando lo hacía por las rampas de cemento y la melodía que se oía cuando se combinaban estos dos terrenos con los cronómetros contando vueltas rápidas.

Vallobín eran las calvas en el 'prao' que significaban 'portería' y el verdín en los pantalones. Parque era la combinación del ruido de las cadenas del puente colgante con la madera de sus piezas y el intenso rojo de sus barras de bomberos. Era la raqueta de tenis sonando contra las baldosas grises de la parte de abajo, a la que tantas veces nos prohibían ir. Barrio era ver a Fustas decorarlo.

Tranquilidad era el sonido que hacían los globos de agua al estallar y oír gritar a la chica que te gustaba porque le habías 'chiscado' con la 'Super Soaker'. Era llegar a casa y tener que secarse después de la fiesta de fin de curso organizada por la APA. Felicidad era ver a un puñado de niños patear balones hasta dejarlos en los árboles, o en las terrazas de los vecinos del parque, a las que luego tenías que subir. Bajar esa cuesta era ver porterías en lugar de bancos, escondites en lugar de toboganes y circuitos de carreras en sus bajadas.

Parque de Vallobín | Fuente: La Centenoteca.
Mi sitio estaba quitándome el azúcar de las chuches del quiosco Colores, que impregnaban mis manos sin parar. Era subir la cuesta del 'poli' y ver desde lo alto lo que ya era tuyo. Lo que te pertenecía. Era tener que rodear y subir "por abajo" porque la cuesta estaba embarrada. Casa era su olor a goma y a pabellón cerrado, el conserje, su bigote y el letrero azul y blanco de "acceso a grada", que tanto me costaba leer la primera vez que entré. Tranquilidad es el sonido de las botas chirriar contra su suelo gris. Era leer el lema de "Oviedo, capital del deporte", y ver a los ángeles sostener la cruz de la victoria por encima de las nubes. Da igual cuándo leas esto. Infancia era escuchar el sonido del balón golpear las lonas grises y rotas.

Sabes que llegas a casa cuando tienes que parar el coche en el paso de peatones de Mantova para dejar pasar a algún señor mayor y cuando te fijas en los paisanos del Bar Manolo mirando todos a un mismo punto. Es deducir que hay fútbol en la tele. Es el perro fuera, atado, en la esquina, esperando paciente a que acabe el partido. También es girar la cabeza rápidamente para ver si algunos de tus amigos están jugando al fútbol en la plazoleta del Castil. Es estar allí un viernes por la tarde y reventar el arbusto con nuestros goles hasta que tus padres tenían que llevarte a casa cogido por las orejas. Casa era pedirle a algún adulto que cruzase la calle por ti para recuperar el balón. Era hacerlo obligatoriamente porque aquel balón no era cualquier balón, sino el balón de la Liga o, porqué no, el Roteiro, de la Euro 2004.

Casa también es empezar a subir y ver el letrero blanco y amarillo de Alimerka y saber que ha sido el primero de toda la cadena. Es mirar la calle Víctor Hevia y ver encanto donde quizás otros no vean más que ladrillo. Vallobín es el Boto y sus martes y miércoles de Copa de Europa. Que tiren una botella de agua contra la televisión cuando el Barcelona fallaba una ocasión de gol, entre gritos y miradas de incredulidad. Es el bar de los milagros imposibles del Oviedo y seguir subiendo la cuesta tal y como el propio Oviedo hace, apesadumbrado.

Barrio es tener que esquivar al mismo coche mal aparcado frente a Frutas Flórez una y otra vez, y el sonido intermitente del motor que rebota contra los coches aparcados de Padre Aller. Sabías que habías llegado cuando veías el portón del garaje con un rayón que tiene más años que yo y cuando escuchabas, como siempre, el sonido del volante girar, de las marchas entrar, del embrague retroceder y de las luces alumbrar en ráfaga, como anunciando, otra vez, que sí, que ya estabas aquí. Hogar es estar lejos de él y, sin embargo, ver coches con matrícula de Oviedo, con matrícula de casa, con sabor a raíces. Calor.

La vida era esperar a mis amigos apoyado en la misma papelera de la urbanización San Pedro de los Arcos, para ir al instituto, durante todos los días, y que se me diese la vuelta al paraguas una y otra vez. Era subir con cuidado las marrones cuestas de la Avenida de los Monumentos y hacerlo con miedo a que los coches nos salpicasen. Era saber si ibas con retraso o no, en función de si veías pasar al mismo señor con el paraguas, que volvía satisfecho después de completar su ruta por la Pista Finlandesa.

Parque de Vallobín, tras la nevada de enero de 2010. | Fuente: La Centenoteca.

Era sentarse todos los días en el mismo murete, mientras comíamos el bocadillo, volver a bajar hacia casa y tener calculado dónde tenías que separarte de tu chica para no ser visto desde la ventana de tu casa. Era, también, entrar en el ascensor y mirarte cara a cara con el tipo del espejo, deseando que fuese él y no tú el que le dijera a tus padres un nuevo suspenso en matemáticas.

Casa era hacer los deberes al sol de los mágicos anocheceres de diciembre, que se colaban por los blancos patios de luces. Era salir de ella con la mochila gris, de Nike, a la espalda, y el botero negro de Adidas en mano, para subir la caleya de Vallobín y observar cómo la alcantarilla se tragaba sin cesar un agua del color de las minas de Río Tinto. Casa era el olor de los vestuarios, por muy malo que este fuese. Tranquilidad era el sonido de la lluvia impactando contra el balón mientras volaba en un cambio de orientación, o el agua que salía de las redes y su sonido a fútbol cuando este entraba en la portería. Vallobín era no perder en casa. Vaciles constantes y miradas cómplices.

Oviedo es, y digo "es" porque aún sigue siendo, salir de casa quince minutos antes de la hora de quedada, del reencuentro. Es llegar al portal y tener que volver a subir porque te olvidaste el paraguas. Que tu madre te diga que eres igual que tu padre, con cara de no saber qué hacer ya. Es también no saber si ir por el Auseva o por la Clínica Asturias porque se tarda lo mismo.

Es llegar a La Losa y bajar apoyado en la barandilla derecha de las escaleras mecánicas viendo el tráfico que baja por la Calle Independencia; las luces rojas en los tres carriles de la derecha y las blancas en los tres de la izquierda. Esquivar a gente por Uría. Cruzar en rojo. Ver a los 'guajes' en la puerta del Mc Donald's y pensar en la atemporalidad de la ciudad.

El edificio de Santa Lucía, con el Teatro Campoamor al fondo. |  Fuente: Tragaviajes.
Oviedo es mirar el termómetro y que no te diga la temperatura porque es un edificio. Que suenen las campanas del "Asturias, patria querida" cada hora desde el edificio del Cajastur. Es oírlas desde casa. Es la catedral brillando como el oro por la luz que la ilumina y esa esencia gótica y a la vez no, que le da su picuda, preciosa y única torre. Lo de única tiene doble sentido.

Volver por sus rayadas aceras, cansadas de evacuar agua por sus infinitas cuestas. Llegar a las afueras y ver -o no- el Naranco entre las nubes rotas. Oviedo es caer la noche y que la oscuridad no te permita ver dónde se apoya esa preciosa estatua que hay en el Picu Pasianu. Es ver el Cristo iluminarse y verlo, sobre todo, iluminar. Iluminarme. Oviedo es la cruz y la victoria. Bajar, subir, volver a bajar y volver a subir.

Volver a casa es respirar, llenarse, recargar, necesitarlo y continuar. Entrar en casa es el sonido de las llaves saliendo del bolsillo y las dos vueltas a la cerradura, siempre a la misma velocidad. Dejar la maleta en la entrada y volver a darle dos vueltas al pestillo para salir y encontrarte a los de siempre, en el lugar de siempre.

Asturias también son lugares de siempre, desde siempre. Es la playa de Luanco y el hormigón rayado de la autopista "Y griega", en el que solo te fijas cuando hay atasco pero al que siempre, siempre, siempre oyes rugir. Es su ensordecedor ruido. Oviedo son las farolas de la Calle General Elorza hacerte ver un perfecto punto de fuga con el letrero blanco del Centro Comercial Salesas al fondo. Es la curva que te hace enfocar la Calle Samuel Sánchez y ver cómo se abre Vallobín tras cruzarla. Son los cinco arcos del antiguo acueducto y el Hotel Monumental, con el apeadero de Feve que te indica, con su letrero, que sí, que ya estas aquí: "Vallobín".

Oviedo también es ver asomarse a la Jirafa al final de la Avenida de Pumarín. Son sus operarios nocturnos dejándonos a nosotros, un grupo de chavales, hacer el tonto con su manguera y mojar de más el Paseo de la Florida. Casa ir a coger el trébole y que te apetezca bailar con las gaitas sonando o el rebotar contra el suelo de los cubos de la basura al caer la tarde, con el rugir del motor del camión de fondo y un silbido corto pero intenso, que significa 'continuar'. Son sus autobuses azules y el 7 llegando al barrio. Es güelito en su sillón.

Oviedo fue, es y seguirá siendo ese círculo cerrado que significa, para mí, perfección. Oviedo debería escribirse con hache, de hogar y barrio con uve, de Vallobín. Vengo mucho pero quiero más. Benemérita, invicta, heroica, buena, muy noble y muy leal. Te quiero.

Oviedo, a vista de pájaro, desde el Picu Paisanu (634 msnm). | Fuente: Juanjo Castro.










sábado, 19 de octubre de 2019

Cienteno

Tras cien partidos, 684 goles concedidos, 185 tarjetas amarillas y 15 rojas mostradas y 20 penaltis señalados, puedo decir que no me equivoqué. Si, sé lo que estáis pensando. Está feo que yo lo diga pero no, de verdad os digo que no me equivoqué en nada. Elegí bien.

¿Que si me equivoqué? Pues claro que me equivoqué. Lo hice en cada partido, y muchas veces además, y todas me han servido para mejorar. He escuchado todos y cada uno de los consejos que se me dieron, ya viniesen estos de gente tan cercana como Omar, mi compañero de piso, que animándome a meterme en el mundillo del arbitraje, convirtió el curso 2017/2018 en la temporada 2017/2018, o de otros árbitros, con los que coincidí en el vestuario y que me guiaban sin saber, en realidad, lo que me estaban ayudando.

Algunos sé que estarán en mi vida siempre y de otros no recuerdo ni su nombre, ni su cara. De hecho, nunca les vi arbitrar. Pero todos, habéis conseguido que sea el árbitro que hoy soy. Un árbitro que pita alevines sí. Alevines, infantiles, cadetes, juveniles y algún que otro aficionado pero, ¿y lo que disfruto? Eso no me lo ha quitado nadie. 

Nunca os compréis un silbato de bola, no suenan bien con los nervios. Eran las 10:30 de la mañana de un frío pero soleado 20 de enero de 2018 y Centeno Fernández, del Colegio Asturiano, no sólo daba comienzo a un San Ignacio-Peña Berto, sino que también sonó el pitido inicial de un sueño. Sé que sonaría más impactante si ese 20 de enero saliese de la boca de Amaia Montero, pero salga de la boca de quien salga, ese día siempre conseguirá ponerme la piel de gallina igual que lo hizo La Oreja de Van Gogh.

Con mi primer partido vinieron unidos de la mano mi primer penalti y la primera tarjeta amarilla, de esas que se ven a la legua porque cortan un contraataque, o un ataque prometedor, como se dice en realidad. También le tuve que atar los cordones a una niña del equipo que perdió. Primer partido, primer penalti, primera tarjeta y primeros cordones. Sobre lo último yo ya estaba avisado.

Cuando se cumplió el minuto 60 de partido soplé tres veces mi silbato de bola. Sonó algo mejor, estaba algo más tranquilo pero tampoco mucho más que una hora y diez antes. No sabía ni cómo habían quedado. ¡Bendita libreta de notas! Ambos entrenadores me dieron la mano y uno de ellos, el del equipo que ganó, -¡qué casualidad!- me felicitó:

-¡Muy bien, eh, "arbi"! ¿Jugaste al fútbol, verdad?

A mi respuesta de que, efectivamente, sí que había jugado a este maravilloso deporte, doce temporadas, para ser exactos, le siguió un "se nota" que me hizo ver que este camino sería mucho más fácil gracias a una decisión tomada por mis padres y por la que siempre les estaré agradecidos. Eternamente, de verdad.

Apenas dos semanas después de ese debut y en la víspera de un dificilísimo examen, mi padre me acompañó a Gijón, a un acto organizado por la Federación, en el que, de manera oficial nos convertiríamos en árbitros. La ilusión y los diplomas estarían presentes en una sala a la que tendría que haber llegado mucho antes, no hace sólo un año y medio. Ojalá haberles escrito esto hace más tiempo, la verdad.

Al poco tiempo, pasé de arbitrar un partido cada fin de semana a dirigir dos, algo que mi experiencia agradece, porque pasaría a ir creciendo el doble de rápido. Entre las cosas que más me costaron, estaban los continuos hábitos que un árbitro ha de seguir. Más de una vez me acordé tarde, mal y nunca de imprimir los recibos que en cada partido he de entregar firmados a los clubes, o de rellenar el acta como es debido. (Por esto último hubo consecuencias).

Me pasó, y hablo en nombre de todos, el salir al campo y tener que volver, o rezar porque no hubiera muchos goles que anotar en la primera parte porque se me había quedado el lápiz dentro del vestuario. La suerte estuvo de mi lado y en la única vez que ocurrió, nos fuimos con resultado gafas al descanso. Un 0-0 que me daba la oportunidad de espabilar para la próxima.

Y es que en eso se ha convertido este maravilloso camino, no en saber si fallarás o no, sino en saber qué hacer cuando lo hagas, porque tarde o temprano lo vas a hacer y tienes que estar preparado para afrontarlo.

En este año y medio me he cruzado con grandes personas, me he reído mucho con las chiquilladas de mis alevines. Me he mojado y me han llovido balonazos también. Pero eso no quiere decir que no haya habido días malos. Siempre los hay, porque, como dijo Pierluigi Collina, el famoso árbitro referente a nivel mundial: "el fútbol no es un juego perfecto, no entiendo por qué se quiere que el árbitro lo sea."

Y a partir de aquí, nos ponemos serios. Siguiendo en esta ocasión la dicha de Mateu Lahoz, actualmente árbitro de Primera División e internacional, estamos muy bien educados. No es tolerable que, a día de hoy, un padre de un niño de diez, once o doce años insulte al árbitro por cometer errores. ¿Se imaginan si fuese al revés? Sería noticia, por supuesto, pero el comportamiento de ese padre al que le sale el gen ganador mientras ve el partido de su chaval nunca debería haber dejado de serlo. El problema reside en haberlo convertido en algo normal cuando en realidad, tristemente, es común, no normal.

Es ese el inconveniente. Que la gente no ve que soy, que somos, un deportista igual que los 22 que están jugando. Que quiero ascender igual que ellos. Y créanme cuando les digo que al primero al que le perjudican mis fallos, es a mí mismo, no a su hijo, por muy enajenados que se vuelvan. Pero eso nadie lo va a ver. Nunca avanzaremos como sociedad si lo que piensa un padre cuando entra por la puerta de un recinto deportivo, es que el árbitro del partido que va a ver se ha levantado con ganas de robarle el partido al alevín "B" del equipo de su barrio.

Hay que ser necio, muy necio, para creer eso. De verdad. Uno no quiere perder ni a las canicas cuando sale a competir, y cuando nosotros salimos ahí, queremos ganar. Queremos ganar respeto, presencia y la experiencia necesaria para seguir escalando categorías. Es por esto por lo que aprovecho para decir, que aunque parezca increíble, la influencia que tiene un jugador sobre el resultado de un partido de fútbol es mucho mayor que la que tiene un árbitro. Pero eso da igual. No lo leeréis en ningún medio de comunicación y todo será culpa de "el de negro".

Tan triste como cierto es que nunca se contenta a todo el mundo, o casi nunca. Y eso es algo con lo que hay que lidiar para ser un buen árbitro y algo que, cuando empecé este increíble camino, me afectaba más de lo que hoy, un año y medio después, me afecta. ¿Se imaginan que un árbitro le dice a un entrenador cómo ha de colocar a sus jugadores en el campo? No, ¿verdad? Pues a eso me refiero con la educación. A que cada uno ha de centrarse en su trabajo, y que, por el contrario, no se hace otra cosa que dificultar su labor. Nuestra labor.

Tras todas estas experiencias vividas, que recordemos me han servido, y mucho, puedo decir que no me equivoqué, que mi toma de decisión fue perfecta. ¿Que por qué? Porque si tuviera que volver a llamar a la Real Federación del Principado de Asturias para pedir información sobre cómo hacerse árbitro, lo haría una vez detrás de otra, con los ojos cerrados. Felicidades para mí.

Fotografía: Ana Vázquez. -Oviedo Cup 2019-





miércoles, 11 de septiembre de 2019

La Ronda Norte, eterna promesa.

Cualquier tiempo pasado...


Corrían aquellos maravillosos años noventa cuando mis padres, con un piso recién comprado a las afueras de la preciosa ciudad de Oviedo, se preguntaron, con miedo, si una autopista pasaría por delante de sus ventanas, con todo lo que eso conlleva. Preocupado de más, como de costumbre, mi padre acudió a la Concejalía de Urbanismo del Excelentísimo Ayuntamiento de Oviedo, en busca de respuestas alentadoras, que finalmente obtuvo.

"No se preocupe señor, tanto la Ronda Norte, como sus coches, su túnel y sobre todo, sus obras, pasarán lejos de lo que su vista pueda alcanzar" transmitió el portavoz a la vez que le enseñaba un borrador del proyecto. Y es que, como mis padres, otros tantos miles de familias habían comprado su piso con la ubicación que actualmente tiene, en función de ese famoso cinturón de circunvalación.

Eran años de desarrollo para la capital y también años buenos para el ladrillo en España. Nuevos barrios como La Florida o Las Campas estaban a punto de ver la luz y su comunicación, tanto con el este de la ciudad como con la autopista  A-66 , eje de Asturias, dependía de la caprichosa Ronda Norte. Y es que la ciudad de Oviedo, tranquila por naturaleza tiene una densidad de tráfico mucho mayor, dentro de su casco urbano, si la relacionamos con otras ciudades pequeñas del país.

Bajo mi punto de vista, el aspecto desafortunado por el que Oviedo pasó en su época, es haberse desarrollado antes que otras ciudades de tamaño ligeramente inferior. Como el que pega el estirón con once años y finalmente acaba siendo de los más bajitos de la clase. Ese desarrollo, alentador a finales del s. XX, supone un lastre a día de hoy, en el XXI. En otras palabras, cuando la ciudad maduró, no había los medios que otra de menor tamaño tiene hoy por hoy.

Mientras otras ciudades simplemente contaban con carreteras nacionales de doble sentido, Oviedo, junto con Gijón y Avilés, fue la sexta ciudad de España en tener comunicación con su entorno por autopista, tan sólo por detrás de Madrid, Barcelona, Bilbao, y la unión de Sevilla con el puerto de Cádiz. Hablamos del año 1976. Una nueva técnica de hormigón rayado daría lugar al pavimento más seguro del país y a uno de los que más tráfico pesado resiste: la "Y" asturiana.

He ahí la primera deficiencia de la ciudad. Tanto la autopista de Gijón y Avilés, como la de Santander, confluyen en un mismo nudo. Además, la primera de ellas, continúa siendo, a día de hoy, una infraestructura setentera. Aspecto que contrasta con las autovías de otras capitales españolas. Por ello, sería importante, ampliar la capacidad tanto de ese ramal, como de la propia infraestructura y sobre todo, utilizar dicha obra para unir a él otra autovía de alta capacidad que comunique a  A-66  y a  A-64  con todo el norte y oeste de Oviedo.

La razón por la que el eje de Asturias necesita renovarse es simple. En el año de la inauguración de la autopista "Y", 1976, Oviedo tenía unos 160.000 habitantes, Gijón unos 190.000 y Avilés rondaba los 84.000. Aunque la villa del Adelantado haya visto mermada su población hoy día, hasta los 78.000, Oviedo y Gijón han crecido hasta los 220.000 y 271.000 respectivamente.

Es decir, los tres núcleos urbanos han pasado de tener 431.000 habitantes en su conjunto, a 569.000, casi 140.000 más que hace cuarenta años. Sin embargo, la autopista no lo ha hecho a la par que el crecimiento demográfico de finales del siglo XX. Casi 600.000 personas están utilizando una infraestructura diseñada para 430.000.

¿Por qué ese ramal es el elegido para que nazca ahí la autovía?

El motivo de haber elegido este ramal como inicio de la  O-30 , nomenclatura que le correspondería a la autovía en cuestión, es, simplemente, el de evitar el -nuevo- pufo económico que supondría para Oviedo la consecuente no utilización de la infraestructura en caso de establecer la Avenida del Cantábrico como punto de partida.

La rotonda desde la que el proyecto dicta que nacerá la Ronda Norte, colapsada.
Fuente: Atlántica XXII, revista asturiana de información y pensamiento.


En otras palabras: que de la rotonda donde nace la  AS-II  (Oviedo-Gijón), nazca también la Ronda Norte sería un auténtico escándalo debido a la inoperancia de la misma. De hecho, además del punto de partida,  AS-II  y Ronda Norte tendrían también en común el fracaso, ya que la única diferencia que notarían las arterias del norte de la ciudad (Calles Real Oviedo (División Azul hasta 2009), Independencia, Samuel Sánchez (Teijeiro hasta 2009), Pepe Cosmen y Avenida de Santander) sería la de aquellos vehículos cuyo destino fuese el HUCA y Gijón por la  AS-II . Idem en sentido inverso.

En cambio, de ser el destino pretendido Gijón por  A-66 , Avilés, La Coruña, Langreo, Siero o Santander, las calles mencionadas, además de General Elorza, seguirían soportando prácticamente el mismo volumen de tráfico. O lo que es lo mismo, solo los vecinos del norte y oeste de Oviedo que quieran ir y volver de Gijón por la  AS-II , utilizarían la anhelada autovía.

La Avenida de Santander y la Calle Independencia ( N-634 ).
Fuente: El Comercio.

En resumen, el proyecto actual, sin definir aún, está ya anticuado en una de sus partes fundamentales: los ramales de acceso.

El fallo que este proyecto tiene, bajo mi punto de vista, es que en lugar de estar considerando a esta autovía como una ronda, se le está catalogando de acceso, como el acceso oeste a Oviedo, o lo que es lo mismo, la  O-13 . No se puede cometer ese error. El acceso oeste a Oviedo ya está suficientemente cubierto por la carretera  N-634 . No así el norte.

Si lo que se quiere es garantizarlo para los barrios de Las Campas, La Florida, Vallobín y Ciudad Naranco, lo que no se puede diseñar es una vía que nazca en este último y muera en la autovía de La Espina ( A-63 ), porque una circunvalación tiene que tener forma de cinturón, o lo que es lo mismo: nacer y morir en otras autovías, no en una rotonda urbana. ¿El motivo? Evidente: la mayor parte del tráfico rodado de la ciudad se mueve hacia norte (Gijón y Avilés) y este (Intu Asturias, Siero y Santander), no hacia oeste (Grado-La Espina) o sur (Mieres-León).

¿Un ejemplo? La Ronda Sur ( N-630 ). Una vía de seis carriles que ha separado los barrios de Otero y Fozaneldi del resto de la ciudad y que ahora está empezando a convertirse, afortunadamente, en bulevar.

La Ronda Sur ( N-630 ), motor en 1984, lastre hoy.

En definitiva, se debe elaborar un proyecto que una las mencionadas zonas no sólo con la  AS-II   y el nuevo HUCA (Hospital Universitario Central de Asturias), sino también con la  A-66 , para que el éxito sea un hecho. Ese trazado, además, colaboraría con el método empleado para la construcción de la  AS-II , el peaje en la sombra, al verse aumentada la densidad de tráfico en esta vía también. Este tipo de financiación consiste en la asunción del coste por parte de la empresa constructora, además de su mantenimiento, a cambio de que el Estado les abone una especie de canon en función del tráfico rodado que sobre ella circule.


La importancia de marcar el tempo correcto, ya a destiempo

El zanjado debate sobre las obras de construcción del tercer carril de la autopista "Y", lícitas ya desde el pasado mes de junio, debería haber incluido en su proyecto, bajo mi humilde opinión, la continuación de la  A-64  hacia Lugones,  AS-II   y, consecuentemente, hacia Ciudad Naranco y el túnel que comunique tanto  A-66  como  A-64  con Vallobín, La Florida, Las Campas, San Claudio y la  A-63  (Oviedo - La Espina)

La razón por la cual esta obra debe ir acompasada a la del tercer carril de la  A-66 , a pesar de estar ya llegando a destiempo, es la eficiencia. Obviamente, es mejor hacer una gran obra que dure menos tiempo, que hacer sufrir a los vehículos más de diez años de dos obras más pequeñas.

Evitar errores como los que se cometieron con los accesos al hospital ha de ser el principal objetivo. El túnel que transcurre por debajo de Matalablima llegó a tiempo para la inauguración del centro sanitario más importante de la región, no así los accesos desde la  AS-II , cuya inauguración está prevista para el mes de octubre, cinco años después de la inauguración del Hospital.


Los pros y los contras

La Ronda Norte es la única obra faraónica que debió ejecutarse durante el Gabinismo en Oviedo y que, sin embargo, no se hizo. Ni el Calatrava, ni el consecuente Nuevo Tartiere, ni, gracias a Dios, una playa en el Parque de Invierno que seguiríamos pagando a día de hoy también.

Evidentemente, estamos hablando de una autopista que pase por la cada vez más limitada falda del Monte Naranco, algo que supondrá un impacto elevado, pudiendo ser subsanado este en algunos tramos mediante la construcción de pasos subterráneos. Todo ello además de ser una obra costosa por la difícil orografía del trayecto que cubre.

Como alternativa, se había propuesto la construcción de otro cinturón de circunvalación más convencional, o sencillo, si lo prefieren llamar así. Se trata de la Ronda Verde. Una vía que, evidentemente, no solucionaría los problemas de tráfico ni de comunicación de la ciudad por el simple hecho de no comunicar bien con la autopista "Y".

Sin embargo, con la Ronda Norte, se solucionarían los problemas de contaminación que la Ronda Interior de Oviedo provoca entre tanto acelerón, semáforo y atasco y que tanto preocupaban al anterior gobierno, llegando a limitarse en alguna que otra ocasión, la velocidad máxima de los vehículos de Asturias central o llegando incluso a cortarse la vía por exceso de polución.

Además, aliviaría a la  O-14  (Bulevar de San Julián de los Prados y acceso a la "Y"), hecho cuya iglesia prerrománica, del siglo IX agradecerá debido al descenso de la densidad de tráfico que sobre ella circula, zanjando así un debate vigente durante años ya en la ciudad y poniendo en evidencia el propio paso de una autopista tan, tan cerca de una joya arquitectónica de tal calibre.

Tráfico en la  O-14 , unos pocos metros antes de San Julián de los Prados.
Fuente: El Comercio.

Que la conducción por el casco urbano de Oviedo va a ser más eficiente con la Ronda Norte es un hecho y sería un gran paso para comenzar a idealizar una restricción del tráfico rodado por todo el anillo interior de la ciudad, exceptuando transporte público -que deberá evolucionar- y residentes, claro está.

La Ronda Norte tendrá impacto económico, tanto en el sentido negativo como en el positivo, reduciendo, como antes se comentaba, el consumo de combustible de los vehículos que en lugar de circular por la Ronda Interior, lo hagan por la nueva autovía.

Además, la utilización de rotondas para la comunicación de esta nueva autovía con los diferentes barrios ya mencionados anteriormente, permitirá que el descenso de los niveles de tráfico por los puntos donde se encuentran los tan temidos "fotorrojos" del centro de la ciudad.

Como se imaginan, los "fotorrojos" son las cámaras que el Ayuntamiento ha instalado en diversos semáforos de la ciudad y que fotografían y multan a aquellos vehículos que los cruzan cuando estos se ponen en rojo. Esos semáforos, además, no cuentan con un cronómetro que permita a los conductores saber los segundos que faltan para que cambie de color, algo que sí que tienen otras ciudades como Burgos o León.

Con la Ronda Norte, no solo se reducirán los casos de damnificados por el "fotorrojo" entre los vecinos del noroeste, sino que también verán reducido el riesgo de serlo aquellos que no viven en esas zonas, ya que podrán gozar de una circulación más tranquila en cuanto a la densidad del tráfico se refiere, y ello les permitirá afrontar con más tranquilidad el cruce de los semáforos, sin obligarles a estar pendiente de los coches que circulen por los otros dos carriles a la vez que lo están de si el color de la luz cambia o no.

Metidos de lleno ya en la "vuelta al cole", Ciudad Naranco ha visto cómo sus calles volvían a llenarse de nuevo de coches. Con la Ronda Norte, los siete centros educativos del distrito se encontrarían con un acceso más simple y una vuelta a casa más apetecible cada día. Algo que, recordemos, ocurre en diez de los doce meses que tiene el año.

En definitiva, soy conocedor del idealismo de este artículo y de lo tarde que la idea que en él quiero transmitir, llega. Simplemente con él, lo que quiero hacer es un símil de lo que le está ocurriendo a mi ciudad. Todo le llega ya tarde. Oviedo se estanca y nadie está haciendo nada al respecto. Cada cuatro años llegan las lamentaciones en forma de votantes descontentos. Se dan cambios y todo sigue igual. Nos adelantan por la derecha. Se van perdiendo oportunidades de desarrollo.

Ni en este caso, circunvalación, ni pabellón multiusos, ni zona habilitada para conciertos y demás eventos, ni recinto ferial, accesos al hospital más grande y puntero de la Comunidad Autónoma que llegan cinco años tarde, ni centro urbano libre de tráfico. Esta ciudad da para muchas líneas que espero no tener que escribir.

Prioridad cada legislatura, debate sin zanjar casi treinta años después.