La trilogía de combates
protagonizados por Joe Frazier y Muhammad Ali fue uno de los acontecimientos
deportivos más importantes de la historia reciente y es que “El Combate del
Siglo” (XX, por supuesto) no sólo tuvo trascendencia en el ámbito que nos concierne
a nosotros, el deporte. Aspectos de índole económica, política, social o
religiosa estaban a la orden del día entre 1970 y 1975. El cabecilla del
régimen dictatorial en el que Filipinas se veía inmerso, se encargó de
distribuir lo que el Imperio Romano bautizó como “panis et circenses”, es
decir, “pan y circo”, o lo que viene siendo dar espectáculo a través
del deporte para que el pueblo, en este caso filipino, se olvidase de toda
revolución comunista que estuviese teniendo lugar en las montañas del país, y
que pretendían derrocar al por entonces dictador, Ferdindand Marcos.
El propio Jefe de Estado fue el
que, gracias a sus inmensas riquezas, atrajo el boxeo a un país realmente
demacrado, pero consiguió su objetivo, que el pueblo se olvidase de los problemas
durante, al menos, un tiempo. Su economía permitió atraer a dos de los mejores
púgiles de los Pesos Pesados al interior de sus fronteras. Según firmes
rumores, se podrían haber llegado a pagar hasta 10 millones de dólares a
Muhammad Ali para que se enfrentase a Frazer en Manila. ¡Fíjense que el dinero
no tiene fronteras! Pero ese enfrentamiento comenzó mucho antes, de la mano de aspectos
que nada tuvieron que ver, lamentablemente con el boxeo. A Ali se le retiró la
licencia para combatir, al negarse a ir a defender a su país a la Guerra de
Vietnam, opinión que su colega Jon Frazier comprendió e incluso defendió hasta
el punto de prestarle dinero para que pudiese recuperar dicha acreditación.
Al comienzo de la década de los
70 la mentalidad norteamericana dio un giro radical rechazando todo tipo
conflicto bélico con Vietnam, aspecto, para mí, clave en la relación entre
nuestros dos protagonistas. Muhammad Ali podía haber agradecido el gesto de su
amigo Joe, pero sin embargo, le dio la espalda tras recuperar su licencia a
pesar de todo lo que este último hizo por él, y todo por un tema racial. “Tío
Tom” (así se apodaba al hombre de raza negra que no se dedicaba a otra cosa que
a acatar su destino y sus obligaciones, como buen cristiano, frente a la raza blanca,
considerada superior), fue el calificativo más cariñoso que salió de la
arrogante boca de Ali hacia la persona de Frazier. La psicología utilizada por
el musulmán no sirvió para derrotarle en el primero de los tres combates, pero
sí en los otros dos. La decisión arbitral y el agotamiento de Frazier, por
último, coronaron a Ali como el mejor boxeador de todos los tiempos, aunque no
para mí.
Sin duda estos acontecimientos no
sólo enfrentaron a dos hombres, sino a dos maneras de pensar completamente diferentes.
Por un lado, la arrogancia, la prepotencia, la fortaleza mental y la
superioridad no plasmada hasta ese momento por parte de Ali. Por el lado de
Frazer, la paciencia, la constancia y lo que en el mundo del deporte se
denomina como “Las tres T”: Trabajo, trabajo y trabajo. Ambos tuvieron premio.
Uno fue el más grande y otro fue el primero en derrotar al más grande, pero las
heridas aún no están cerradas. Aunque fallecido en 2011, la utopía de Frazer se
hizo realidad. Sólo hay que ver el actual estado de salud de Muhammad Ali, ya
que, según el de Carolina del Sur, como buen católico que es, “Dios toma nota
de todo”. En estos combates es donde se plasma la verdadera esencia del
deporte: el caer y levantarse, el elegir, el juego psicológico, la disposición
y la entrega. ¡Y vaya si se entregaron! ¡Casi les cuesta la vida!
"Citius, Altius, Fortius..."