sábado, 19 de octubre de 2019

Cienteno

Tras cien partidos, 684 goles concedidos, 185 tarjetas amarillas y 15 rojas mostradas y 20 penaltis señalados, puedo decir que no me equivoqué. Si, sé lo que estáis pensando. Está feo que yo lo diga pero no, de verdad os digo que no me equivoqué en nada. Elegí bien.

¿Que si me equivoqué? Pues claro que me equivoqué. Lo hice en cada partido, y muchas veces además, y todas me han servido para mejorar. He escuchado todos y cada uno de los consejos que se me dieron, ya viniesen estos de gente tan cercana como Omar, mi compañero de piso, que animándome a meterme en el mundillo del arbitraje, convirtió el curso 2017/2018 en la temporada 2017/2018, o de otros árbitros, con los que coincidí en el vestuario y que me guiaban sin saber, en realidad, lo que me estaban ayudando.

Algunos sé que estarán en mi vida siempre y de otros no recuerdo ni su nombre, ni su cara. De hecho, nunca les vi arbitrar. Pero todos, habéis conseguido que sea el árbitro que hoy soy. Un árbitro que pita alevines sí. Alevines, infantiles, cadetes, juveniles y algún que otro aficionado pero, ¿y lo que disfruto? Eso no me lo ha quitado nadie. 

Nunca os compréis un silbato de bola, no suenan bien con los nervios. Eran las 10:30 de la mañana de un frío pero soleado 20 de enero de 2018 y Centeno Fernández, del Colegio Asturiano, no sólo daba comienzo a un San Ignacio-Peña Berto, sino que también sonó el pitido inicial de un sueño. Sé que sonaría más impactante si ese 20 de enero saliese de la boca de Amaia Montero, pero salga de la boca de quien salga, ese día siempre conseguirá ponerme la piel de gallina igual que lo hizo La Oreja de Van Gogh.

Con mi primer partido vinieron unidos de la mano mi primer penalti y la primera tarjeta amarilla, de esas que se ven a la legua porque cortan un contraataque, o un ataque prometedor, como se dice en realidad. También le tuve que atar los cordones a una niña del equipo que perdió. Primer partido, primer penalti, primera tarjeta y primeros cordones. Sobre lo último yo ya estaba avisado.

Cuando se cumplió el minuto 60 de partido soplé tres veces mi silbato de bola. Sonó algo mejor, estaba algo más tranquilo pero tampoco mucho más que una hora y diez antes. No sabía ni cómo habían quedado. ¡Bendita libreta de notas! Ambos entrenadores me dieron la mano y uno de ellos, el del equipo que ganó, -¡qué casualidad!- me felicitó:

-¡Muy bien, eh, "arbi"! ¿Jugaste al fútbol, verdad?

A mi respuesta de que, efectivamente, sí que había jugado a este maravilloso deporte, doce temporadas, para ser exactos, le siguió un "se nota" que me hizo ver que este camino sería mucho más fácil gracias a una decisión tomada por mis padres y por la que siempre les estaré agradecidos. Eternamente, de verdad.

Apenas dos semanas después de ese debut y en la víspera de un dificilísimo examen, mi padre me acompañó a Gijón, a un acto organizado por la Federación, en el que, de manera oficial nos convertiríamos en árbitros. La ilusión y los diplomas estarían presentes en una sala a la que tendría que haber llegado mucho antes, no hace sólo un año y medio. Ojalá haberles escrito esto hace más tiempo, la verdad.

Al poco tiempo, pasé de arbitrar un partido cada fin de semana a dirigir dos, algo que mi experiencia agradece, porque pasaría a ir creciendo el doble de rápido. Entre las cosas que más me costaron, estaban los continuos hábitos que un árbitro ha de seguir. Más de una vez me acordé tarde, mal y nunca de imprimir los recibos que en cada partido he de entregar firmados a los clubes, o de rellenar el acta como es debido. (Por esto último hubo consecuencias).

Me pasó, y hablo en nombre de todos, el salir al campo y tener que volver, o rezar porque no hubiera muchos goles que anotar en la primera parte porque se me había quedado el lápiz dentro del vestuario. La suerte estuvo de mi lado y en la única vez que ocurrió, nos fuimos con resultado gafas al descanso. Un 0-0 que me daba la oportunidad de espabilar para la próxima.

Y es que en eso se ha convertido este maravilloso camino, no en saber si fallarás o no, sino en saber qué hacer cuando lo hagas, porque tarde o temprano lo vas a hacer y tienes que estar preparado para afrontarlo.

En este año y medio me he cruzado con grandes personas, me he reído mucho con las chiquilladas de mis alevines. Me he mojado y me han llovido balonazos también. Pero eso no quiere decir que no haya habido días malos. Siempre los hay, porque, como dijo Pierluigi Collina, el famoso árbitro referente a nivel mundial: "el fútbol no es un juego perfecto, no entiendo por qué se quiere que el árbitro lo sea."

Y a partir de aquí, nos ponemos serios. Siguiendo en esta ocasión la dicha de Mateu Lahoz, actualmente árbitro de Primera División e internacional, estamos muy bien educados. No es tolerable que, a día de hoy, un padre de un niño de diez, once o doce años insulte al árbitro por cometer errores. ¿Se imaginan si fuese al revés? Sería noticia, por supuesto, pero el comportamiento de ese padre al que le sale el gen ganador mientras ve el partido de su chaval nunca debería haber dejado de serlo. El problema reside en haberlo convertido en algo normal cuando en realidad, tristemente, es común, no normal.

Es ese el inconveniente. Que la gente no ve que soy, que somos, un deportista igual que los 22 que están jugando. Que quiero ascender igual que ellos. Y créanme cuando les digo que al primero al que le perjudican mis fallos, es a mí mismo, no a su hijo, por muy enajenados que se vuelvan. Pero eso nadie lo va a ver. Nunca avanzaremos como sociedad si lo que piensa un padre cuando entra por la puerta de un recinto deportivo, es que el árbitro del partido que va a ver se ha levantado con ganas de robarle el partido al alevín "B" del equipo de su barrio.

Hay que ser necio, muy necio, para creer eso. De verdad. Uno no quiere perder ni a las canicas cuando sale a competir, y cuando nosotros salimos ahí, queremos ganar. Queremos ganar respeto, presencia y la experiencia necesaria para seguir escalando categorías. Es por esto por lo que aprovecho para decir, que aunque parezca increíble, la influencia que tiene un jugador sobre el resultado de un partido de fútbol es mucho mayor que la que tiene un árbitro. Pero eso da igual. No lo leeréis en ningún medio de comunicación y todo será culpa de "el de negro".

Tan triste como cierto es que nunca se contenta a todo el mundo, o casi nunca. Y eso es algo con lo que hay que lidiar para ser un buen árbitro y algo que, cuando empecé este increíble camino, me afectaba más de lo que hoy, un año y medio después, me afecta. ¿Se imaginan que un árbitro le dice a un entrenador cómo ha de colocar a sus jugadores en el campo? No, ¿verdad? Pues a eso me refiero con la educación. A que cada uno ha de centrarse en su trabajo, y que, por el contrario, no se hace otra cosa que dificultar su labor. Nuestra labor.

Tras todas estas experiencias vividas, que recordemos me han servido, y mucho, puedo decir que no me equivoqué, que mi toma de decisión fue perfecta. ¿Que por qué? Porque si tuviera que volver a llamar a la Real Federación del Principado de Asturias para pedir información sobre cómo hacerse árbitro, lo haría una vez detrás de otra, con los ojos cerrados. Felicidades para mí.

Fotografía: Ana Vázquez. -Oviedo Cup 2019-