sábado, 8 de febrero de 2020

Oviedo: la cruz y la victoria.

El círculo significa perfección, trabajo bien hecho y tema cerrado. Pasar al siguiente. Protección. Bien, pues mi hogar tiene dos círculos. El nombre de mi ciudad empieza y acaba con uno de esos elementos que significan "máximo", que lo tienen todo. Oviedo.

Santa María del Naranco. | Fuente: Turismo Asturias.
Estar en casa era levantarse por las mañanas y desayunar un Colacao en mi taza blanca con puntitos negros. Estar en casa era ir al colegio -por raro que esto suene- y escuchar el "good morning, children", seguido de un "good morning, Teacher Amor" a coro y capela. Era elegir el primero de la clase a Fernando Alonso y que tus amigos se tuvieran que conformar con Schumacher, para bajar al patio echando una carrera. Casa era que te tocase cancha, ganar a los mayores con gol de Edu, correr para celebrarlo y no poder alcanzarlo. Día de cancha era Kinos, ensayando tiros a puerta sin balón, siempre en la misma esquina, convencido de que a la próxima iría la vencida.

Era intercambiar tazos de Pokémon y porqué no, ganarlos. Casa era salir del colegio corriendo y escuchando el ruido de las ruedas de la mochila rasgar el deteriorado asfalto del Colegio Parque Infantil y preguntarle a mi madre que qué había para comer. Casa también era mi padre esperándome en la parada del autobús de Mantova con un bocadillo de dulce que comía subiendo la interminable cuesta de Padre Aller.

Mi lugar estaba bajando las empinadísimas rampas de Pórticos I, para acabar sentado en una silla de la terraza del Raymond's, tomándome un mosto con mi madre y sus amigas, un domingo por la mañana. Mi lugar estaba viendo pasear con admiración a los jugadores del Real Oviedo con su chándal azul, antes de un partido de Primera División y acercándome a ellos para ver si estaba Dani Amieva y que me firmara un autógrafo, otro más.

Hogar era ver cómo la calle Concinos se abría en un parque grande y cuesto con el sabor del zumo de naranja natural aún en la boca. Era su tobogán amarillo y electrificante y su ambulatorio gris. El sonido de las ruedas del monopatín, cambiante cuando circulaba por la acera a cuando lo hacía por las rampas de cemento y la melodía que se oía cuando se combinaban estos dos terrenos con los cronómetros contando vueltas rápidas.

Vallobín eran las calvas en el 'prao' que significaban 'portería' y el verdín en los pantalones. Parque era la combinación del ruido de las cadenas del puente colgante con la madera de sus piezas y el intenso rojo de sus barras de bomberos. Era la raqueta de tenis sonando contra las baldosas grises de la parte de abajo, a la que tantas veces nos prohibían ir. Barrio era ver a Fustas decorarlo.

Tranquilidad era el sonido que hacían los globos de agua al estallar y oír gritar a la chica que te gustaba porque le habías 'chiscado' con la 'Super Soaker'. Era llegar a casa y tener que secarse después de la fiesta de fin de curso organizada por la APA. Felicidad era ver a un puñado de niños patear balones hasta dejarlos en los árboles, o en las terrazas de los vecinos del parque, a las que luego tenías que subir. Bajar esa cuesta era ver porterías en lugar de bancos, escondites en lugar de toboganes y circuitos de carreras en sus bajadas.

Parque de Vallobín | Fuente: La Centenoteca.
Mi sitio estaba quitándome el azúcar de las chuches del quiosco Colores, que impregnaban mis manos sin parar. Era subir la cuesta del 'poli' y ver desde lo alto lo que ya era tuyo. Lo que te pertenecía. Era tener que rodear y subir "por abajo" porque la cuesta estaba embarrada. Casa era su olor a goma y a pabellón cerrado, el conserje, su bigote y el letrero azul y blanco de "acceso a grada", que tanto me costaba leer la primera vez que entré. Tranquilidad es el sonido de las botas chirriar contra su suelo gris. Era leer el lema de "Oviedo, capital del deporte", y ver a los ángeles sostener la cruz de la victoria por encima de las nubes. Da igual cuándo leas esto. Infancia era escuchar el sonido del balón golpear las lonas grises y rotas.

Sabes que llegas a casa cuando tienes que parar el coche en el paso de peatones de Mantova para dejar pasar a algún señor mayor y cuando te fijas en los paisanos del Bar Manolo mirando todos a un mismo punto. Es deducir que hay fútbol en la tele. Es el perro fuera, atado, en la esquina, esperando paciente a que acabe el partido. También es girar la cabeza rápidamente para ver si algunos de tus amigos están jugando al fútbol en la plazoleta del Castil. Es estar allí un viernes por la tarde y reventar el arbusto con nuestros goles hasta que tus padres tenían que llevarte a casa cogido por las orejas. Casa era pedirle a algún adulto que cruzase la calle por ti para recuperar el balón. Era hacerlo obligatoriamente porque aquel balón no era cualquier balón, sino el balón de la Liga o, porqué no, el Roteiro, de la Euro 2004.

Casa también es empezar a subir y ver el letrero blanco y amarillo de Alimerka y saber que ha sido el primero de toda la cadena. Es mirar la calle Víctor Hevia y ver encanto donde quizás otros no vean más que ladrillo. Vallobín es el Boto y sus martes y miércoles de Copa de Europa. Que tiren una botella de agua contra la televisión cuando el Barcelona fallaba una ocasión de gol, entre gritos y miradas de incredulidad. Es el bar de los milagros imposibles del Oviedo y seguir subiendo la cuesta tal y como el propio Oviedo hace, apesadumbrado.

Barrio es tener que esquivar al mismo coche mal aparcado frente a Frutas Flórez una y otra vez, y el sonido intermitente del motor que rebota contra los coches aparcados de Padre Aller. Sabías que habías llegado cuando veías el portón del garaje con un rayón que tiene más años que yo y cuando escuchabas, como siempre, el sonido del volante girar, de las marchas entrar, del embrague retroceder y de las luces alumbrar en ráfaga, como anunciando, otra vez, que sí, que ya estabas aquí. Hogar es estar lejos de él y, sin embargo, ver coches con matrícula de Oviedo, con matrícula de casa, con sabor a raíces. Calor.

La vida era esperar a mis amigos apoyado en la misma papelera de la urbanización San Pedro de los Arcos, para ir al instituto, durante todos los días, y que se me diese la vuelta al paraguas una y otra vez. Era subir con cuidado las marrones cuestas de la Avenida de los Monumentos y hacerlo con miedo a que los coches nos salpicasen. Era saber si ibas con retraso o no, en función de si veías pasar al mismo señor con el paraguas, que volvía satisfecho después de completar su ruta por la Pista Finlandesa.

Parque de Vallobín, tras la nevada de enero de 2010. | Fuente: La Centenoteca.

Era sentarse todos los días en el mismo murete, mientras comíamos el bocadillo, volver a bajar hacia casa y tener calculado dónde tenías que separarte de tu chica para no ser visto desde la ventana de tu casa. Era, también, entrar en el ascensor y mirarte cara a cara con el tipo del espejo, deseando que fuese él y no tú el que le dijera a tus padres un nuevo suspenso en matemáticas.

Casa era hacer los deberes al sol de los mágicos anocheceres de diciembre, que se colaban por los blancos patios de luces. Era salir de ella con la mochila gris, de Nike, a la espalda, y el botero negro de Adidas en mano, para subir la caleya de Vallobín y observar cómo la alcantarilla se tragaba sin cesar un agua del color de las minas de Río Tinto. Casa era el olor de los vestuarios, por muy malo que este fuese. Tranquilidad era el sonido de la lluvia impactando contra el balón mientras volaba en un cambio de orientación, o el agua que salía de las redes y su sonido a fútbol cuando este entraba en la portería. Vallobín era no perder en casa. Vaciles constantes y miradas cómplices.

Oviedo es, y digo "es" porque aún sigue siendo, salir de casa quince minutos antes de la hora de quedada, del reencuentro. Es llegar al portal y tener que volver a subir porque te olvidaste el paraguas. Que tu madre te diga que eres igual que tu padre, con cara de no saber qué hacer ya. Es también no saber si ir por el Auseva o por la Clínica Asturias porque se tarda lo mismo.

Es llegar a La Losa y bajar apoyado en la barandilla derecha de las escaleras mecánicas viendo el tráfico que baja por la Calle Independencia; las luces rojas en los tres carriles de la derecha y las blancas en los tres de la izquierda. Esquivar a gente por Uría. Cruzar en rojo. Ver a los 'guajes' en la puerta del Mc Donald's y pensar en la atemporalidad de la ciudad.

El edificio de Santa Lucía, con el Teatro Campoamor al fondo. |  Fuente: Tragaviajes.
Oviedo es mirar el termómetro y que no te diga la temperatura porque es un edificio. Que suenen las campanas del "Asturias, patria querida" cada hora desde el edificio del Cajastur. Es oírlas desde casa. Es la catedral brillando como el oro por la luz que la ilumina y esa esencia gótica y a la vez no, que le da su picuda, preciosa y única torre. Lo de única tiene doble sentido.

Volver por sus rayadas aceras, cansadas de evacuar agua por sus infinitas cuestas. Llegar a las afueras y ver -o no- el Naranco entre las nubes rotas. Oviedo es caer la noche y que la oscuridad no te permita ver dónde se apoya esa preciosa estatua que hay en el Picu Pasianu. Es ver el Cristo iluminarse y verlo, sobre todo, iluminar. Iluminarme. Oviedo es la cruz y la victoria. Bajar, subir, volver a bajar y volver a subir.

Volver a casa es respirar, llenarse, recargar, necesitarlo y continuar. Entrar en casa es el sonido de las llaves saliendo del bolsillo y las dos vueltas a la cerradura, siempre a la misma velocidad. Dejar la maleta en la entrada y volver a darle dos vueltas al pestillo para salir y encontrarte a los de siempre, en el lugar de siempre.

Asturias también son lugares de siempre, desde siempre. Es la playa de Luanco y el hormigón rayado de la autopista "Y griega", en el que solo te fijas cuando hay atasco pero al que siempre, siempre, siempre oyes rugir. Es su ensordecedor ruido. Oviedo son las farolas de la Calle General Elorza hacerte ver un perfecto punto de fuga con el letrero blanco del Centro Comercial Salesas al fondo. Es la curva que te hace enfocar la Calle Samuel Sánchez y ver cómo se abre Vallobín tras cruzarla. Son los cinco arcos del antiguo acueducto y el Hotel Monumental, con el apeadero de Feve que te indica, con su letrero, que sí, que ya estas aquí: "Vallobín".

Oviedo también es ver asomarse a la Jirafa al final de la Avenida de Pumarín. Son sus operarios nocturnos dejándonos a nosotros, un grupo de chavales, hacer el tonto con su manguera y mojar de más el Paseo de la Florida. Casa ir a coger el trébole y que te apetezca bailar con las gaitas sonando o el rebotar contra el suelo de los cubos de la basura al caer la tarde, con el rugir del motor del camión de fondo y un silbido corto pero intenso, que significa 'continuar'. Son sus autobuses azules y el 7 llegando al barrio. Es güelito en su sillón.

Oviedo fue, es y seguirá siendo ese círculo cerrado que significa, para mí, perfección. Oviedo debería escribirse con hache, de hogar y barrio con uve, de Vallobín. Vengo mucho pero quiero más. Benemérita, invicta, heroica, buena, muy noble y muy leal. Te quiero.

Oviedo, a vista de pájaro, desde el Picu Paisanu (634 msnm). | Fuente: Juanjo Castro.