lunes, 27 de julio de 2020

¡Gracias, Pucela!

El 23 de septiembre llegué a la ciudad al ritmo de Fred de Palma y Ana Mena. Eso sí, en su versión italiana, soy un romántico. Los que me conocen bien saben que no soy muy de fijarme en las letras de las canciones, ni de buscar en ellas dobles sentidos de ningún tipo, pero ese día no fue así. Me tocaba irme de Oviedo ‘una volta ancora’. Una vez más. Y ya iban seis. Aunque, técnicamente, el viaje empezó cuando comencé a sentir en mi pecho la incertidumbre, metiéndome en la cama el día anterior. En mi cabeza, pretendía transformar esa cama en la cama de la siguiente noche, para saber cómo sería. Sin éxito, claro está.

El inconfundible sonido de la puerta de mi habitación abriéndose y mi padre entrando para despertarme se mezcló, ya a las seis y media de la madrugada de aquel fresco lunes de comienzos de otoño del 19, con el ruido que la madera de mi cama-nido hizo al girarme para evitar que la luz del pasillo me hiciese daño en los ojos que ese ensordecedor ruido recién acababa de abrir. Pocas horas de sueño tampoco facilitaban el hecho de poder ver, me seguían doliendo desde que fui al Toralín, a Ponferrada, el día anterior. Olía a derrota y a complicaciones ligueras. A mensajes de ánimo y a conjuras en las que apoyarse para salir del más absoluto fango. A casilleros sin estrenar. A dos puntos de veintiuno.

Salí de casa sudadera en mano, pensando en lo poco que duran los veranos y en lo largos que, al principio, pensamos que son. Yo estaba camino de la estación. Mi mente, sin embargo, estaba en el Cañón del Ebro, en la playa de Langre, en León, en La Coruña, en les Piragües, en el Carmín, en la academia de inglés o en la casa de Adri, en Navia.

En la ciudad, sin embargo, se respiraba ya rutina. El amanecer, cada vez más tardío, nos decía a gritos que lo bueno se acababa y el tráfico de la salida de Oviedo abarrotaba los seis carriles como un reloj biológico que nos hacía ver que era hora de volver al tajo. Llegar con diez minutos de retraso a la estación de Mieres, por contra, es atemporal. Y el resto del viaje también: los treinta minutos exactos entre el peaje de La Magdalena y la estación de autobuses de León y la inconfundible curva de la desviación hacia la ciudad Cuna del parlamentarismo, hacia la ciudad donde más se corre del mundo, hacia la ciudad hogar. Por inercia, casi me bajo del autocar. Pero no. Esta vez tocaba seguir mi camino, y nunca mejor dicho, y ver, así, nuevos paisajes que a la vez eran iguales que otros que ya había visto alguna vez.

Eso sí, la llegada no iba a ser sencilla. Una llamada me comunicaba que no había firma que estampar, que no había contrato que firmar y que debía seguir imaginándome la cama en la que iba a dormir aquella misma noche, a escasas horas de tener que hacerlo. ¡Nos habíamos quedado sin piso! Me había plantado en Valladolid con una maleta y una mochila. Las dos estaban llenas, pero yo me sentí vacío. Tocó moverse y me moví hasta el punto de que hoy, meses después de haberme ido ya de Valladolid, puedo decir que en esa maleta y esa mochila llenas de cosas hubo hueco para muchas personas y momentos.

La mudanza de vuelta fue fría. No hubo el calor de un abrazo de despedida con sus gentes, más cercanas de lo que España entera suele decir. En fin, cosas que ocurren durante una pandemia mundial. Sin embargo, como ya dije, en mi maleta y en mi mochila sí que hubo hueco para meter más cosas de las que tenía en mi habitación de San Rafael, 1. Me llevé a Ali, entrando a casa mientras hablaba por teléfono y me sonreía. Me llevé a Ini, con la que estrené mi primera caña en la Plaza de la Universidad, lugar en el que, evidentemente, no conté cuántos leones que había. 




Me llevé la sonrisa y la amabilidad de Isma, el primer compañero de clase con el que hablé cuando llegué a la UEMC, precisamente con esa maleta y esa mochila de la que tanto os estoy hablando. Me cupo, también, el “Combi 2” de la cantina, el que la camarera me entendiese, simplemente, con decirle que quería “lo de siempre” y con el acento -aunque me duela- gallego, de Rodri Valdés. En mi celular también hubo hueco, por supuesto, para sus audios. Me quedo con Nacho Soto intuyendo que yo venía de fuera precisamente también por ese acento tan característico.

Me llevo a Diego, aunque tenga gracia, porque siempre fue él el que me llevó y me trajo a mí, y me llevo también nuestros dos viajes semanales de tres horas cada uno, que se hicieron cortos, muy cortos. Me quedo con Víctor, su Opel Astra, su manera de pisar el balón de fútbol sala y nuestras vueltas a casa. Me quedo con la elegancia de Luisan y su adaptador al teclado español para su ordenador portátil, con sus detalles y nuestras profundas charlas. También hubo sitio para las conversaciones de todo un poco con Jessica mientras bajábamos a casa, después de clase, en la ya mítica línea 6: Delicias-La Victoria. Inevitable quedarse también con Leo, su perro, porque este año lo hemos visto más que a muchos de nuestros familiares. Miri también entró, junto con su acento de “La Brivi”, sus ocurrencias y sus ‘discusiones’ con Marcos. Me quedo con este piragüista riosellano y su afán reivindicativo en todos los ámbitos de la vida.

Mi cabeza recordará siempre el embrague a fondo de Justo y su C3 granate llegando tarde a clase. Me quedo con Emi y el fondo de pantalla de su ordenador y los power points de Álvaro. Me quedo con Chatún y su Mojados y con el sutil tono de voz de David Acuña. Me llevo los vídeos de Youtube de gimnasia rítmica de Pilar y a Andrea, siempre a su lado, juntas como Mingo y Teresa. También a Raúl, su acento ‘andalú’, su mochila por debajo del trasero y sus rapadas de pelo, al César Chacón amante de la noche y a su Pokédex, a la bandolera de Luis y a la dupla de oro: Álex y Miguel. Fiti y Diego Serrano.

Haciendo la mudanza, me hubiera llevado también muchos lugares y momentos. Me gustaría que hubiese quedado sitio para la Plaza Mayor, para la Plaza Zorrilla y para Caballerías. Me hubiese encantado llevarme el trayecto matutino, nocturno al principio y diurno más tarde, en la línea 7, hasta el Colegio Agustinas. Me hubiese encantado llevarme el propio colegio conmigo, a sus profesores y a sus chicos, a los que he enseñado y de los que he aprendido también. Y mucho.

Me llevo la noche: Kuik-As, la Heineken y el Low. ¡Ah, y sus tarimas! Me llevo a Fisac, el hijo de Porfi, el ya mítico entrenador de la ACB y los cánticos al encenderse la luz e ir a por un trozo de pizza que sabía a gloria.

No me hubiese dejado tampoco el restaurante La Cacatúa, ni a mi equipo del ‘quiz’ de los martes en el Tío Molonio. Me llevo la experiencia, también, de haber perdido la virginidad futbolística, tras ver un partido de Primera División por primera vez en mi vida. Y por segunda. A mis 23. Es lo que tiene ser de Oviedo. Me llevo la ‘fan zone’ de Zorrilla, el grito tras un gol, la canción de ‘Kernkraft 400’ coreada por veinticincomil gargantas pucelanas, las bufandas blanquivioletas al viento y los improperios al árbitro de la señora de detrás. Me quedo con verle a él, a Prieto Iglesias, y a sus asistentes calentar a apenas diez metros de mí.




Siguiendo con el fútbol, me quedo con el Pisteros y sus gentes. Me llevo su pista, porque de pista, pisteros. Y me alegro de que todavía se siga jugando al fútbol en sitios sin porterías de 3x2, por mucho que abriese los ojos cuando llegué. Me reconforta que haya sido en esa cancha del barrio de La Rondilla el último lugar de Valladolid en el que he estado.

Me quedo con el atardecer de aquel viernes de marzo, con aquella vuelta a casa entre la oscuridad, y con lo mucho que tardaron en encenderse las farolas, propiciando una tenuidad que nos decía a gritos que lo peor aún estaba por llegar.

Me llevo el arco iris bajo el que pasé después de haberme despedido de verdad de la que fue mi casa durante seis cortos, pero intensos meses. Me decía que si no es bueno es que todavía no es el final.
Llegué a Valladolid vacío, sin casa y con una maleta y una mochila. Tanto mi mochila y mi maleta, como yo, nos volvimos a Oviedo llenos de personas, lugares y momentos que jamás olvidaré. Nos vinimos llenos de Valladolid. Nos vinimos llenos de Pucela.




¡Gracias eternas!